guillermo cacace
TRABAJO PARA SEMINARIO DE SOCIOLOGÍA DEL ARTE
Por Guillermo Cacace
UNA
Doctorado en Artes
Seminario: Sociología del Arte
Docentes a cargo:
Dra. Alicia Romero
Dr. Marcelo Giménez
Doctorando: Guillermo Cacace
El presente escrito se propone una articulación entre algunos de los temas revisados en el Seminario de Sociología del Arte del Doctorado en Artes de la UNA y ciertos aspectos de mi tesis final. Otro disparador fundamental fue el texto El reparto de lo sensible. Estética y política de Jacques Rancière[1], propuesto en dicho seminario.
El núcleo duro de mi futura tesis de doctorado está relacionado con lo que he dado en llamar autonomía de la actuación. Con esta noción me refiero a esa zona en la que el actor más allá de los soportes (performáticos, audiovisuales o teatrales) y de las poéticas que alojen su trabajo, produce un acontecimiento singular que se independiza de la captura en los mencionados campos de efectuación actoral. ¿En qué consiste tal independencia? En una operación del cuerpo del actor que, allende apoyar en dichas poéticas y soportes como plataforma de emergencia de su trabajo, realiza una jugada de discriminación positiva. Definiendo como discriminación positiva a esa actuación que, superando el marco que la contiene, se corre de formulaciones representativas y tiene la capacidad de instalar un “estar presente en”. Siendo el presente del actor en escena un logro de máxima y la representación, el “hacer como si…” el signo de una performance pauperizada en su posibilidad de tramitar lo real.
A continuación, y desde el estudio de un corpus de tres producciones teatrales, analizaremos:
Cómo el régimen explicativo[2] opera como desmentida de los valores emancipatorios que algunos realizadores asignan a su obra.
De qué modo en dichos contextos el trabajo del actor tiene el poder de abrir sentidos paralelos y alternativos al resto del montaje.
Los que explican
La tesis de Rancière pareciera indicar que en la actual distribución de lo sensible a unos les ha sido asignada -y han asumido- la función de explicar. Lugar activo que coloca a los otros que no son esos unos en la pasiva posición de suscribir a esa explicación.
Tomaremos esta noción como herramienta de base para el análisis que nos proponemos. En la obra del mencionado filósofo francés podemos rastrear esta idea tal vez desde que él mismo discute con Louis Althusser, de quien fuera su discípulo, en su libro llamado La lección de Althusser (1974). Un texto, según sus propias declaraciones[3], contra su maestro. Comienza la desconfianza de las explicaciones recibidas y un enfrentar al maestro que podría pensarse a la manera de un puntapié de obras posteriores como El maestro ignorante (1987).
Lo que cifra el explicar será el eje de su reflexión en su producción intelectual y –en esta oportunidad- guiará la nuestra:
La explicación que en términos generales erige sujetos poseedores de un supuesto saber, tal como lo expresa la concepción lacaniana con la que nos animaremos a vincular la posición ranceriana. Es decir, dichos sujetos ejercen un determinado poder sobre los demás por el lugar en el que han sido colocados gracias a unas circunstancias. Circunstancias que les han permitido el acceso a espacios de control sobre las conductas ajenas. Quedan expuestas dos tensiones: Las desigualdades de base y el rol de control en sí mismo. El segundo término de la proposición anterior nos pondrá de frente al siguiente problema: siendo que la distribución de la riqueza es directamente proporcional a la distribución del conocimiento, ¿Algunos sectores progresistas cuya promoción social los habilita a la posesión de un saber, qué hacen con lo que saben?¿reproducen contradictoriamente lógicas de sumisión a través de discursos de apariencia libertaria o pueden operar en función a alguna transformación en las citadas desigualdades distributivas?
Sin duda, algunas actividades son más propensas que otras a entregar una visión cerrada de mundo. El acto político, el acto educativo, el acto comunicativo son claros ejemplos de territorios que organizan el “entre” de tal manera que unos son puestos a explicar y otros a comprender sus explicaciones. Los enunciados transmitidos, conciente o inconcientemente, restringen su poder de diseminación. O bien, restringen un tipo de construcción colectiva del conocimiento. Entendiendo por tal: aquella que puede plantear los problemas al tiempo que las estrategias para dar participación a otros en relación a lo planteado. Nos constan los grandes esfuerzos de las corrientes didácticas contemporáneas por implicar al otro en la construcción del conocimiento versus aquella pedagogía que entendía al estudiante como un mero receptáculo del saber de su maestro.
En este escrito nos convoca la particularidad de dar tratamiento al lugar del arte en la especificidad del teatro cuando este se convierte en el vehículo usado para desplegar una explicación. Se ha supuesto que, diferente de las actividades mencionadas al inicio del párrafo anterior, el arte tendría la propiedad de dislocar con mayor facilidad los esquemas interpretativos que intentan apresar lo abierto de su factura. En tal dirección, se supone que el artista realiza su obra con menos amarras a un “querer decir” que determine a priori su trabajo. No obstante, observamos en diversas disciplinas cómo la obra pasa a ser utilizada en tanto expresión de una intencionalidad política con la que opinar sobre las condiciones sociales de la existencia comunitaria u otras temáticas. Luego, si el arte es defendido por esta noción de “utilidad” que podría justificar su función social, ¿no está el artista inscribiéndose en una lógica de mercado donde el sentido de las cosas es determinado por su valor de uso o intercambio? ¿Qué podemos pensar acerca del valor social de lo in-útil? ¿Qué pasa con el derecho a correrse de ese trabajo productivo que es impuesto como yugo necesario para sostener el reinado del capital? Volviendo a Rancière, en este esquema de producción ¿quiénes tendrían derecho de dedicarse a una práctica sensible? La respuesta es sencilla: los sectores que no estén sometidos a ese trabajo que deben realizar la mayor parte de su tiempo para la mera supervivencia. De lo que se desprende que la praxis artística será el privilegio de quienes dispongan de tiempo libre. Quienes estén exigidos por otra realidad estarán mucho más en disposición de ser usuarios de los contenidos que genera la industria del entretenimiento…
Es difícil imaginar a un obrero de jornada laboral completa saliendo de su casa a las cinco o seis de la mañana, volviendo tal vez a las veinte horas y que en la porción mínima que queda del día, además de atender su rol en la familia, despliegue una actividad artística. No estamos hablando de casos excepcionales. Estamos hablando de, ¿qué condiciones de posibilidad tiene el común de la población para implicarse en una práctica sensible?
Volvamos ahora al artista que usa su obra , la considera útil para la explicar sus ideas. Este, más allá y dentro, del funcionamiento en una lógica de mercado se atribuye una interpretación del mundo, su producción será el instrumento didáctico para vehiculizar una expresión del yo. Acción que también asume que el yo es capaz de ejercer un control sobre lo que produce y por lo tanto nos inhibe de pensar lo inefable de lo inconciente y el azar en la producción de sentido. Se infiere de lo dicho que existiría un tipo de artista que en el siglo XXI, y no siendo un emergente de situaciones sociales extremas que lo justifiquen, hace obra apostando a que la misma sea la pieza conductora de una explicación del estado de las cosas que otros deberán escuchar para ilustrarse acerca de las injusticias u otros aspectos del sistema de irregularidades en el que viven. En definitiva un artista que “sabe” se dispone a hablarle a otros que “deben saber cómo son las cosas”. En muchos casos lo hará además no sólo siendo parte de las dinámicas hegemónicas de dominación que él mismo critica, sino también con la estética de esas dinámicas. A través de los signos fuertes[4] con que la espectacularidad anestesia lo sensible e impone comportamientos estándar.
Un circuito cerrado de producción, puesta en circulación y legitimación crítica y/o académica de las obras opera como el respaldo insoslayable para la reproducción sin grietas de estos posicionamientos. Bourdieu ejerció desde siempre una vigilancia intelectual sin treguas sobre estas prácticas de reproducción que ejercen un blindaje impenetrable a cualquier transformación de lo instituido[5].
Intentaremos visibilizar dichas conductas de producción de obra y algunos caminos alternativos en tres realizaciones extranjeras.
Nos resulta metodológicamente más interesante la distancia que nos proponen obras creadas en otras latitudes para que el ejercicio de la reflexión no se vea contaminado de la proximidad que tenemos con los colegas argentinos. Por otro lado, los espectáculos escogidos tienen el poder de condensar situaciones paradigmáticas para el análisis que deseamos hacer.
En todos los casos estudiaremos también cómo la labor del actor opera con cierta suerte de autonomía en relación a los dispositivos en los que se sitúa. Emancipándose de la puesta en escena para lograr un encuentro con el público capaz de producir efectos políticos mayores que los que el montaje intenta modulando en la mera ilusión.
Hablaremos de efecto político cuando en palabras de Rancière:
(…) la eficacia del arte no consiste en transmitir mensajes, dar modelos o contra modelos de comportamiento o aprender a descifrar las representaciones. Consiste en primer lugar en disposiciones de los cuerpos, en divisiones de espacios-tiempo singulares que definen maneras de estar juntos o separados, en frente o en medio de, dentro o afuera, etc.[6]
Intentaremos demostrar cómo muchas veces la mencionada eficacia del arte depende más de cierta suerte de “fuga” al sistema de la puesta en manos del cuerpo del actor que del total del dispositivo.
Los que explican allá donde viven y además nos lo vienen a explicar acá.
La creación de festivales internacionales de teatro o la posibilidad de viajar al extranjero nos permite identificar parte de lo que venimos exponiendo y su “cómo se da” en otras latitudes. No es conspirativo pensar que ese “cómo se da” afuera hace, modela parte de los hábitos locales. Siendo que Europa, porque de allí procederán dos de los casos que analizaremos, tiene una sabida tradición como usina de imposición de explicaciones y nosotros como adeptos a las mismas.
Decir esto, implica admitir que este mismo trabajo se asume en su encerrona y contradicción más evidente al apoyar parte de sus razonamientos en ideas de autores cuyo contexto de emergencia es el viejo continente. Casi como en el cuadro del síndrome de Estocolmo cultivamos un aparato crítico cuya idiosincrasia permanece en la más discreta, y a veces cómplice, opacidad. ¿Nos evitamos así cualquier tipo de desamparo ante la orfandad que acontecería de querer pensar en apoyo de marcos vernáculos?
Un alemán en París visto por un argentino
Atraído por una obra de Frank Castorf que pudiera ver en el 2005 durante su presencia en Buenos Aires me dirijo, de paso por París, al Teatro Odeón para presenciar una producción de este director. El mencionado artista ejercía allí su rol como director invitado por el citado teatro para trabajar con actores parisinos. Frank Castorf es, además -desde 1992- el responsable artístico de uno de los teatros más importantes de Berlín, la Volksbühne Berlín am Rosa Luxemburg-Platz. La primera obra que mencioné, la que pudiera ver años atrás en Argentina, era una lectura de Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams. La versión referida se llamó Endestation Amerika. En las notas que dio por aquellos años el director declaraba “no disociar su teatro de los acontecimientos del mundo y apostar al riesgo”[7]. No había que ser muy lúcido para adivinar en el tono paródico del montaje cierta intención de crítica mordaz en su interpretación del texto estadounidense. Crítica al sueño americano y al sistema que lo produce. Curiosamente no recuerdo este aspecto como lo que más me impactase de la puesta. El dispositivo escénico ejercía fascinación por su despliegue técnico. Pero no fue lo fuera de lo común de la impronta espacial lo que en esas circunstancias me hizo conmover con el espectáculo. Sí, a nivel actoral, se producía un presente en escena muy desopilante. Entiendo que fue parte de esa producción de presente y un elemento lúdico muy vital el que acaparó mi atención y me permitió disfrutar de la propuesta.
Lo que pude ver en el Teatro Odeón allá por enero de 2012 se trataba de La Dame aux Camélias. Texto elaborado en colaboración con Jeanne Balibar. El procedimiento era similar al de mi experiencia anterior, aquí partía de la novela de Alejandro Dumas (hijo) para brindarnos su propia interpretación o, yendo directo al eje de esta reflexión, para brindarnos su don de exégeta, su explicación de qué leer hoy en La dama de las camelias.
En la tarea , voluntaria o no, de dar cuenta de “su” lectura del clásico, Castorf monta un escenografía que, en la cumbre de su didactismo y con la intención de que asociemos los sucesos expuestos en la novela con las características de los más recientes regímenes totalitarios, erige un cartel publicitario en el que podamos ver lo que describe a continuación el cronista de Le monde
Une tour en fer domine ce décor. Elle sert de support à des publicités détournées, qui nous montrent par exemple une photo de Silvio Berlusconi et Mouammar Kadhafi se donnant l'accolade, pour illustrer le slogan : "Niagra. Forza forever." L'effet est garanti. Il vient témoigner de la vision du monde de Castorf, né en 1951 dans l'ex-Allemagne de l'Est, et resté fidèle à un goût ravageur de la déconstruction, hérité de son histoire.[8]
Castorf llega desde Alemania para explicarle a la platea del Odeón “qué ha pasado y está pasando en el mundo”. La platea de uno de los principales teatros franceses ubicado en el corazón de París, ¿ignora el director germano que este público está compuesto por clases medias y clases medias altas? Intelectuales y profesionales en su mayoría, tal vez también se complete la platea con algún segmento de empresarios y comerciantes. Gente que en la mayoría los casos ha cursado un ciclo completo de estudios, gente con un fluido acceso a los medios gráficos y electrónicos de comunicación. Es sabido, y las elecciones en la citada capital europea lo demuestran todo el tiempo, que se trata de una población con un importante sector muy conservador. ¿Será a ellos a quiénes se dirige con la misión "evangelizadora" de convertirlos?¿O se trata de un mero guiño hacia quienes van a coincidir con su lectura?¿Será un gesto complaciente para seducirse entre gente progresista? Colocar una gigantografía de Berlusconi abrazándose a Kadhafi para indicar una opinión… en el contexto citado, ¿obedece a un impulso del creador o a un trabajo de diseño en el que el telos aborta la experiencia?¿necesita el público descripto este enrostramiento de la “inteligencia” de un hijo de la vieja Berlín Oriental?
Qué pasó ese día en la zona de butacas no es un dato menor. La puesta tenía una duración cercana a las tres horas con un intervalo. Pues bien, en dicho intervalo muchas personas abandonaron el teatro. Era el signo de un claro desinterés por la pieza. Las razones de dicho desinterés no podré saberlas… ¿Estarían indignados? El punto es que ni a los que se fueron ni a los que se quedaron pareciera que el montaje tuviera la posibilidad de aportarles una experiencia otra. En las redes sociales, en los medios masivos de comunicación, en sus lecturas preferidas seguramente este público es invitado a ser crítico de cualquier posición totalitaria. Entonces, ¿dónde se encuentra situada la especificidad de la experiencia artística?, ¿y la del teatro en particular? , ¿en qué diferencia se pronuncia la producción artística y opera como corrimiento de otras experiencias cotidianas? ¿ no se trataría de pensar justamente cómo lo artístico se entrama con la vida revelando otros posibles?
Es probable que ante espectáculos como este los sectores más progresistas coincidan al verse reflejados con el orden de lo enunciado, que dentro de esos mismos sectores algunos se indignen por cierto didactismo de la obra, que sectores más conservadores adhieran a la posición política que se denuncia sin saberse ellos mismos responsables de la misma, que dentro de este sector conservador otros sientan como un mosquito de izquierda pica ingenuamente la endurecida piel de un elefante que administra lo políticamente correcto. Pasa que muchas veces es el mismo elefante el que auspicia y contrata a un mosquito alemán para que haciéndose picar en público vean cuán abierto está, cuán demócrata es. Ahora bien, ¿no recorre toda esta articulación una alianza cómplice del statu quo? ¿qué lugar tiene el artista en esta alianza? Hablo de qué lugar tiene en términos generales y no en situaciones excepcionales. Estoy abriendo cantidad de interrogantes que me plantearé seguir abriendo a través de otros ejemplos y desarrollar en la conclusión de este trabajo. En este primer ejemplo los actores franceses sucumben en las manos del director. Sus cuerpos no logran ninguna autonomía y se hunden junto al navío que es la puesta. No pasaba lo mismo con ese primer espectáculo del mismo director que yo había podido ver en la Argentina, allí los actores salvaban la obra y el efecto político del montaje tenía lugar gracias a ellos. Ellos, sus cuerpos, daban cuenta de “otras maneras de estar juntos”.
Un grupo de teatro chileno cena con la gente. Derivas de un modo otro.
La obra se llama La cocina pública y pertenece al grupo Teatro Container radicado en Valparaíso. La historia, según nos cuentan, es así: Sin encontrar un teatro en la ciudad que pudiera darle cabida a sus producciones inventan un espacio. El espacio es un gran container hallado en el puerto. Ignoramos el trámite en el que se lo apropian. Con esta sede nómade que instalan en las plazas se deciden a mostrar su labor. La pieza que hacen es Háblame como la lluvia y déjame escuchar , al igual que Castorf para Endestation Amerika recurrirán a Tennessee Williams pero, en este caso, sin ánimo de que sea el instrumento de una lectura. No usarán al autor americano para un objetivo que se independice de lo que se cifra en la misma obra. Quieren contar ese momento de intimidad que se describe en esta pequeña pieza a instancias del desencuentro entre una mujer y un hombre. Así lo harán. Claro que lo que el grupo nunca imaginó es que la fragilidad de la infraestructura que hace las veces de teatro no inhibe los sonidos del afuera. Es así como la descripta intimidad de la producción se verá invadida por los sonidos de la calle. Unos niños juegan al futbol y algunos pelotazos pegan en la chapa del container generando un sorpresivo arrebato en actores y público. Algo interrumpe desde afuera. Según nos cuentan, pasó lo mismo la vez que dos simpáticos borrachos se acodaron en el container y sostuvieron un diálogo que, en competencia con la representación, gana en verdad, en presente y hasta los actores, en principio molestos por tal intrusión, reconocen la contundencia y atractivo de esta conversación que el azar arrimó hasta el lugar. Sin renunciar a hacer teatro en este espacio alternativo el grupo se decide a cambiar el plan: no seguirán luchando contra la porosidad natural del sitio que los aloja, la dejarán protagonizar ese interior que materializa el adentro de esta especie de cajón metálico. Me faltan detalles con los que saber cómo se llega paso a paso a La cocina pública. Lo cierto es que este montaje tan singular es la consecuencia de no negar lo que una realidad propuso. Muy por el contrario, se tomó esa realidad y se la puso a hacer obra. Hoy por hoy viajan por diferentes ciudades de Chile y del extranjero. Donde van buscan el sitio adecuado, plazas por lo general, y allí desarrollan esta nueva producción que aún no hemos dicho de qué se trata: El grupo en cada región que desembarca hace un trabajo de campo en el que investiga qué mujeres del lugar son custodia viva de una vieja receta. Receta de cocina que debe incluir alimentos característicos de ese territorio donde han tirado ancla momentáneamente. Estas señoras cocinarán para las treinta personas que caben en el container. Al entrar las sorprenderemos en dicha faena. Más tarde nos contarán cómo lo han hecho y todos comeremos. Los actores y demás miembros del grupo ayudan, sirven los platos, organizan, hacen música, avivan el intercambio entre los comensales, nos invitan a escribir una receta que nos resulte entrañable en un gran libro que circula entre los presentes. Del mismo modo uno puede leer recetas de públicos anteriores. El grupo come también con el público y desde el inicio se ha borrado el límite convencional entre ellos y nosotros. Una persona que cena en la gran mesa que nos contiene a todos, una sola y larga mesa, me pregunta cuando ya ha pasado casi una hora y todo parece ir cerrando, cuándo comenzará la obra. No es fácil reconocer que cenar en ese marco ha sido la obra misma. Aquí ningún telos progresista interviniendo como enunciado coagulado ha matado la experiencia misma. ¿Y toda esta acción no da cuenta de un posicionamiento político? Claro que sí, pero tiene básicamente otra concepción procedimental. No hay alguien que entendió algo y ahora nos lo explica, hay un grupo atravesado por un hacer que se deja transformar en sus elecciones y luego, lejos de construir un yo que controle la producción de sentido, convierten sus preguntas en un acto de hospitalidad donde recibir otros cuerpos. Se invisibilizan en tanto sujetos a ser mirados renunciando así a la etimología que delimita la tarea del teatro en lo que la palabra designa: Del griego theatron que quiere decir “lugar para ver”. Renuncian a la especificidad trascendente de la herencia teatral y en esta inespecífica apuesta rescatan la inmanencia del acontecimiento puro en el que el teatro vuelve a respirar vida. Los cuerpos de ellos y los nuestros están ahí, algo sucede ¿qué más hace falta? Se animan a desilusionar a quien busca la protección en los códigos de la actividad, nos permiten preguntarnos ¿son actores?¿quienes son?¿quiénes somos?¿hemos sido público u otra cosa? Lo que no cabe duda es que hemos sido parte de algo, que junto a otros hemos construido una realidad activamente. Básicamente… que no hemos sido usados para el proyecto de otro.
Dirán sus creadores:
La Cocina Pública es un dispositivo de intercambio, producción y registro de contenidos culinarios. Una cocina nómade, de estética doméstica y cálida que, albergada en un contenedor marítimo, viaja por los barrios creando encuentros sociales en torno a la mesa.
Es una obra en búsqueda de recetas, de aromas que desatan historias, rememoran personajes y revelan momentos íntimos cargados de sabores y de humanidad. Sus actores principales, vecinas y vecinos cocineros, preparan sus recetas junto a los comensales, generando un delicioso acontecimiento colectivo que permite el reconocimiento de las diversas estéticas, prácticas y costumbres culinarias de los habitantes de un territorio.
Teatro Container es un colectivo de creación artística nacido en Valparaíso. Tras la puesta en marcha del Festival Teatro Container el año 2008, investiga y trabaja sobre las relaciones entre arte y territorio. Sus trabajos de creación escénica buscan implicarse en la coyuntura territorial, desarrollando diversas metodologías de creación y acción colectiva comunitaria que permiten re-conectar el teatro con su rol público.[9]
He visto el espectáculo en Punta Arenas, muy al sur de Chile, afuera hacía frío y allí disfrutamos de un plato de comida caliente. La piel entró en calor, todo olía a cocina casera, saboreamos primero que nada unas increíbles empanadas, en lo personal no me gustó tanto el plato principal y no me importó, charlamos con otros, escribimos, cantamos y nos fuimos a dormir. Todos los sentidos fueron convocados para está auténtica práctica sensible.
La cocina pública es manifiesto artístico político sin ninguna captura en lo legitimado como vanguardia teatral desde las miradas curatoriales hegemónicas. El grupo Teatro Container se mueve al margen de los formatos que consagran los “mercados de artes escénicas”. No velan por el reconocimiento individual de sus integrantes. Este colectivo de creación se mueve sin sometimiento alguno a la ego-inteligencia de alguien que perteneciendo ideológicamente a nuestras filas opera creando fascinación espectacular desde las estéticas de las que es lúcido crítico. Este trabajo es una invitación a seguir pensando la capilaridad del poder.
A instancias de un gran incendio que tuvo lugar en su ciudad de origen del proyecto, esto decía Nicolás Eyzaguirre Bravo, director del grupo:
Cuando la contingencia es tan fuerte y evidente, se presenta una oportunidad para alinear a esa gran fuerza que antes estaba dispersa y a esos actores que muchas veces encontraban en simples detalles razones suficientes como para dividirse. Hoy, esos detalles son irrelevantes, y aparece en primer plano la capacidad de los colectivos culturales de articular redes, de generar espacios de encuentro y propiciar la participación activa de los vecinos en las acciones de reconstrucción tanto material como inmaterial. En estas circunstancias, Teatro Container replantea su ciclo y sus actividades, en el convencimiento de que la “cultura” es una palabra que abarca mucho más que un conjunto de intervenciones artísticas y que la palabra “solidaridad” no es simplemente un montón de ropa y comida para quienes, por estas mismas circunstancias, ya no la tienen. Tanto la “solidaridad” como la “cultura” apuntan, más bien, a un mismo problema fundamental, válido tanto en situaciones de urgencia como de normalidad: el problema de cómo vivir juntos, cómo cohabitar en un mismo espacio o, incluso, cómo crear espacios que nos permitan vivir mejor, potenciando acciones colectivas y, sobre todo, organizadas.[10]
Un alemán en Argentina huye en helicóptero desde el techo de la Casa Rosada.
Si el primer caso que hemos trabajado nos trasladamos a París para estudiar las operaciones de un director de teatro alemán y luego hemos vuelto a Latinoamérica para conocer una experiencia chilena, ahora nos quedaremos en la Argentina donde hace unos años tuvo lugar un acontecimiento teatral que desbordando el marco delimitado a priori para la obra y convirtiéndose en algo que la superaba, debió ser reprimido con mecanismos ligados a la espectacularidad para así poder seguir siendo funcionales a ese orden de las cosas que, aunque huelan a podrido, a algunos les es necesario sostener. Este hecho dejó entrever que hasta el resquebrajamiento todo es soportable pero con la ruptura no se sabría qué hacer…
Durante la edición del FIBA (Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires) 2013, llegó por segunda vez a nuestro país Thomas Ostermeier. El mismo director que ya nos visitara con un Hamlet de gran impacto sobre el público de este mismo festival allá por el 2011. Se trata, como en el primer caso, de un director que además de hacer lo propio tiene a cargo el proyecto artístico de uno de los más importantes teatros de Berlín, la Schaubüehne.
En mi visión, tengo la oportunidad de repetir una secuencia muy productiva a la hora de analizar la producción de un director teatral. Al igual que con Castorf, me pasa de apreciar la calidad de una obra anterior del mismo creador y también me pasa que los elementos del segundo montaje al que tengo acceso me permiten inferir con mayor precisión qué es lo que sigue funcionando y qué ha dejado de hacerlo comparativamente. La “primera vez con Ostermeier” fue en ocasión del mencionado Hamlet y la segunda fue con su versión de Un enemigo del pueblo de Henrik Ibsen. Lo que sigue funcionando en ambos directores, en una y otra producción, es cierta autonomía de la actuación. Es decir, parte de la labor de los mencionados artistas habilita un cuerpo actoral que produce acontecimiento y establece un efecto de verdad cuyo impacto logra ir más allá de los aspectos más conservadores o contradictorios del total de la puesta. De donde la actuación, en beneficio de la obra, desmiente con su consistencia corporal el cuestionable campo semántico al que quiere ser circunscripta. Más adelante profundizaremos esta afirmación.
Recordemos ahora, a través de esta crítica del diario Clarín, algunos elementos tanto del argumento como de las características del montaje…
Sobre el plano anecdótico:
(…) la obra contiene tensiones de una actualidad flagrante. El Doctor Stockmann se niega a la construcción del balneario en su pueblo porque implica un alto riesgo ambiental. Su hermano es el alcalde y defiende los intereses privados de la construcción porque mantendrá económicamente a la población. Allí entran los dueños de un diario local que oscilan para sacar su mejor tajada y horadar la opinión pública. Tienen, a lo Groucho Marx, unos principios, pero si no gustan, tranquilamente pueden reemplazarlos por otros.
Luego el cronista describirá una de las funciones y es justamente en esa función en la que nos queremos detener.
Esta versión se inicia como una versión pop donde los personajes hacen, entre otros, covers de Bowie. No faltan los micrófonos ni la guitarrita amplificada, tan replicada en el medio local. Pero a medida que avanzaban las escenas, al menos en el contexto porteño, el clásico se puso intensamente agrio. Más que interesante por su digresión y polémica (…) El teatro también puede considerarse una acción asamblearia donde el espectador cumple un rol activo en la representación. Esta obra es una referencia, incluso a pesar de la propuesta alemana sobre los límites del debate que abren.
Un enemigo ...cuenta con una escena donde Stockmann expone sus razones a la población. En su adaptación, la compañía proveniente de la nación que proclama en Europa el ajuste más potente de las últimas décadas, rompe la cuarta pared y nos baja línea sobre el peligro de la sociedad de consumo. Después pasa el micrófono entre la platea para que opinen.[11] Bella paradoja de este teatro fuertemente financiado en Berlín, tanto por el estado como por el sector privado.[12]
En la función a la que yo asistí sucedió que cuando, tal como lo describe el periodista en su comentario, la palabra es cedida a la platea se desata una batalla campal. El director del FIBA, y en este momento ministro de Cultura de la actual gestión, Darío Lopérfido se enfrenta a parte del público. Otra crónica del mismo diario porteño lo relata a continuación en una especie de derecho a réplica que le otorga al mencionado funcionario:
Darío Lopérfido, entonces, pidió la palabra, y dijo: “Yo no soy más un político profesional. Lo fui, en los años de la Alianza. Ahora solo soy el director artístico de este festival, que programó este espectáculo. Me parece bien cualquier cosa que digan, pero no están hablando de lo que plantea Stockmann. Esto es una asamblea para hablar de lo que él pregunta: ¿La democracia, las mayorías, tienen siempre razón?”. Sigue Lopérfido: “Confieso que lo mío pretendía, también, provocar intelectualmente al público, que hablara sobre los temas propuestos y no de su disconformidad con el Metrobus. Y di dos ejemplos muy incómodos: las mayorías a veces tiene razón y a veces no. Estamos hablando argentinos y alemanes. En este país una amplia mayoría apoyó la dictadura militar y en Alemania apoyaron a Hitler.”
Para finalizar diciendo dentro de la misma nota:
(…) fue muy interesante todo lo que pasó. Me quedé hablando con la gente y todos estaban fascinados. Lo que quiero que quede muy claro es que yo no quiero ser famoso, no busco que me voten, ni siquiera busco ser políticamente correcto. Nadie me pidió que hablara, como se dijo, porque eso anula mi derecho ciudadano a hablar. Yo pedí la palabra, levanté el guante. Si mucha gente piensa que soy un boludo o no está de acuerdo con los espectáculos que programo está en su derecho. Soy bastante impermeable tanto a los agravios como a los halagos.
Lejos de toda coincidencia con el fondo de la cosa, sí coincidimos con que “fue muy interesante todo lo que pasó”. Pero lo que pasó no fue un simple y elegante debate. En el devenir del mismo los ánimos comenzaron a caldearse. Aparecieron temas como la ley de medios y el presupuesto para salud, educación y cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Iban y venían abucheos e insultos. Todo indicaba que algo se había desmadrado y no se podía anticipar donde iría a parar la escalada de tensión que allí estaba teniendo lugar. Fue entonces cuando, en el clímax de este grado máximo de acontecimiento teatral, cuando sucedía, a mi entender, dramáticamente lo más potente de la propuesta… las luces se retiran de la platea dejando a oscuras el epicentro de la confrontación, la música sube apagando las voces de los protagonistas de la contienda y desde el puro artificio se disparan bombas de pintura sobre “el enemigo del pueblo”. Nos referimos al actor en escena...
El efecto estetizante de ese pseudo Pollock distractivo encausa el auténtico conflicto desatado entre las butacas, lo silencia con el truco escénico y fieles a la máxima del musical americano All that jazz los alemanes dictaminan, tal vez en connivencia con algún argentino a cargo del evento, que “su show debe seguir” ( “show must go on”).
¿Cómo pensar una obra que no es capaz de hacerse cargo de lo que genera? ¿Cómo no pensar luego de esta experiencia si en definitiva no se trataba de una mera provocación?
El riesgo de la producción artística pareciera aquí fijarse un límite. Entonces, ¿existe una figura que podríamos denominar “arriesgo pero con un límite”?¿Quién fija ese límite?
El Instituto Goethe de importante influencia en Latinoamérica ha contribuido históricamente a facilitar los medios económicos y organizativos para que nos pongamos en contacto, digámoslo irónicamente, con “la gran cultura”. Es así como desde hace décadas hace posible que sus compatriotas vengan a explicarnos cómo tratar los temas que azotan a la humanidad. Siguiendo en el terreno de la ironía digamos que también nos llevan a su país para recibir tales explicaciones a través de becas y otras consideraciones sensibles a nuestra realidad. El teatro alemán modeló el gusto de varias generaciones de creadores argentinos. Un teatro de calidad, un teatro con méritos indiscutibles pero que en ausencias de políticas que tiendan a incentivar las subjetividades territoriales arrasa con las preguntas y propone las vías de “cómo se debe hacer”. Estas acciones sustraen los contextos y en ese movimiento abortan la diferencia o la celebran como estereotipo, como exotismo. Declarará Ostermeier en el diario La Nación:
“En buena medida yo quise trabajar con una referencia implícita a eso que denominamos Indignados, cuenta el director. Fue por eso que hice ese cambio en el interior del propio texto porque me parecía importante pensar en la juventud como fuente de todo cambio posible. Es por eso que también mis personajes son más jóvenes que en la versión original. Yo quería que sean ellos los que protagonizaran este conflicto. Es la generación de la «primavera árabe», de la plaza Tahrir, de las movilizaciones en Chile, de Occupy Wall Street . Pero, a su vez, no quería caer en la ingenuidad del protagonista de la pieza de Ibsen que cree que la verdad debe ser dicha a toda costa, que los medios deben informar y la política solucionar los problemas del pueblo. Yo sé que eso es un pensamiento ingenuo y quería dar cuenta de ello, sin caer en el escepticismo y señalar que todo está perdido. Creo que esos movimientos sociales cometieron un error de diagnóstico, pero yo sigo creyendo firmemente que la política y la democracia son la forma de solucionar estos inconvenientes que hoy marcan la fisonomía del planeta”[13]
Sin dudas el director berlinés ha entendido racionalmente una cantidad de cosas que nos quiere explicar y entonces qué mejor que una obra empática a tales tensiones.
Podemos estar más o menos de acuerdo con sus interpretaciones, eso no importa para lo que intentamos indicar, lo que queda claro es que el procedimiento no es un cuestionamiento radical de su disciplina, un dar cuenta de sí en tal situación. Ostermeier se coloca en relación al problema como un cuerpo externo a la cuestión misma y entonces el asunto nos abre a la cuestión ética. Sirvámonos para ampliar este punto del siguiente razonamiento de Judith Butler:
Poner en cuestión un régimen de verdad, cuando este gobierna la subjetivación, es poner en cuestión mi propia verdad y, en sustancia, cuestionar mi aptitud de decir la verdad sobre mi, de dar cuenta de mi persona (…) la critica no se dirige meramente a una práctica social dada o a un horizonte de inteligibilidad determinado dentro del cual aparecen las practicas en las instituciones: también implica que yo misma quede en entredicho para mi (…) el autocuestionamiento se convierte en una consecuencia ética de la critica (…) implica ponerse uno mismo en riesgo, hacer peligrar la posibilidad misma de ser reconocido por otros; en efecto: cuestionar las normas de reconocimiento que gobiernan lo que yo podría hacer, preguntar qué excluyen, qué podrían verse obligadas a admitir, es, en relación con el régimen vigente, correr el riesgo de no ser reconocido como sujeto o, al menos suscitar la oportunidad de preguntar quien es (o puede ser) uno, si es o no reconocible (…). Las normas mediante las cuales reconozco al otro incluso a la misma no son exclusivamente mías. Actúan en la medida que son sociales, y exceden todo intercambio diádico condicionado por ellas.[14]
Ostermeier desarrolla un programa de trabajo incuestionable para sí. Ese programa se siente salvaguardado por una comprensión crítica del mundo que cuenta con muchos adherentes, una factura visual de alto nivel para el público que asiste a sus obras, se divierte con estas espectaculares producciones y cuyo financiamiento está asegurado. A riesgo de ponernos preceptivos me gustaría deslizar que tanta estabilidad merece otro nivel de compromiso con lo que se realiza: Un nivel de compromiso que pueda desestabilizar lo instituido en pos de fuerzas instituyentes que, en su pronunciamiento más tenaz, tengan la capacidad de desestabilizar el sistema en el que reposan cómodamente los ejercicios poéticos de estos directores consagrados.
Ya no desde la terraza de la Casa Rosada, sino desde el escenario de la sala Martín Coronado el responsable de lo sucedido huye. El artífice del conflicto desatado manda a reprimir con las armas que supo cultivar gracias a su posición de privilegio dentro del mundo de la cultura. Armas que pertenecen a esa sociedad del espectáculo que él mismo denuncia en medio de la civilización adormecida… Pero qué pasa cuando los bárbaros calibanes argentinos se encienden en el debate, reaccionan: pasa que el alemán o su dispositivo huye. Frankenstein siempre es una amenaza para la que tendríamos que estar más disponibles.
Conclusiones
Thomas Ostermeier y Frank Castorf a través de sus montajes nos han permitido leer cómo opera el orden explicativo en la producción de sentido. En tal producción de sentido el grupo chileno Teatro Container nos ha ayudado a leer una posibilidad otra. ¿Pero qué hay del Hamlet del primer director y la deriva de Un tranvía llamado deseo en el caso del segundo? ¿Ambas producciones no fueron vistas con el sentido crítico que usamos para pensar Un enemigo del pueblo y La dama de las camelias? Creo que tanto en las primeras piezas que vimos de estos directores como en las segundas el procedimiento explicativo es el mismo. Sólo que el trabajo actoral que apreciamos en la obra de Shakespeare y en la obra de Williams producía un efecto de verdad que en la obra de Ibsen y en la de Dumas quedaba ahogado en las respectivas puestas. Si hablamos de Hamlet en particular la labor de Lars Eidinger[15] podría considerarse que era el eje del espectáculo. Luego, la impactante puesta, su despliegue técnico, y las claves de lectura que intentaban todos los signos diseñados para tal fin no lograban superar lo que puede un cuerpo cuando despliega casi con una voracidad animal la tarea de hacer carne (encarnar) lo que trama en escena. Idéntica voracidad lúdica guiaba la performance de los actores de Castorf en Endestation Amerika. En ambos trabajos son los directores quienes indujeron a los actores a ese tipo de actuación y quizá su mayor mérito consistió en no distraernos de lo que pudieron generar esos cuerpos tomados por un estado no representativo. Pero en tanto la actuación se ve debilitada por los motivos que sea, como es el caso de las obras aquí estudiadas, nada salva a estas puestas del uso de recursos teatrales para una demostración de tesis.
Es muy distinto ver a un actor ilustrando lo que ha entendido, actitud cercana a la explicación, a un actor sensible a una situación, a un actor reaccionando conforme a los impulsos físicos que las circunstancias le generan.
Entonces, mientras la puesta explica, el actor puede quedar corrido de ese procedimiento y producir una grieta alternativa en medio de un sistema-montaje erigido desde la especulación intelectual, lo logra gracias al riesgo que corre en el desaparecer en lo que hace. Determinados actores, diferente de algunos directores, saben renunciar a ser reconocidos por una identidad que imponen a todos sus trabajos. El actor muta de su propia identidad para invisibilizarse en la identidad del personaje.
Cuando me empecinaba en encontrar la ficha técnica de La cocina pública para mencionar a los actores y director en el presente escrito, la tarea no fue nada sencilla. Se trata de un colectivo cuyos integrantes casi no figuran en los programas o en los sitios web. Lo que aparece en primer lugar todo el tiempo es el nombre del grupo: Teatro Container. Si decíamos que el actor muta de su propia identidad para desaparecer en la del personaje, en esta compañía el trabajo redobla la apuesta. No hay un personaje en el que desaparecer, hay solo las acciones improvisadas que hacen posible la cena. Y es en esas acciones y sin ningún artificio de la tradición teatral donde estos actores desaparecen entre el público hasta el punto de confundirse con los comensales, cocineros o mozos…
Estos lugares del actor: discriminado positivamente de la puesta para poder unas otras operaciones no explicativas o fundido al montaje hasta pasar por inadvertido en él nos recuerdan procedimientos de cierta poesía contemporánea:
(…) no hay un sujeto lírico que se proponga como origen de la poesía, sino que ella parece salir –irrumpir- del encuentro con una masa de objetos y sujetos que , en el encuentro mismo, rompe el silencio y se manifiesta o, más bien, se le impone al sujeto. Sin este no habría poesía pero ella no depende ni emana de él, sino que se piensa como una forma que se despende de la masa y no se basta, sino que me persigue.
… esa palabra que irrumpe, mucho más que lo que explica[16]
Buenos Aires, enero de 2016.
[1] RANCIÈRE, Jacques, El reparto de lo sensible. Estética y política. Buenos Aires: Prometeo, 2014.
[2] El énfasis de la bastardilla en todas las derivadas del término explicar intenta llamar la atención sobre el eje principal de nuestra reflexión.
[3] La declaración corresponde a una entrevista a Rancière con Amador Fernández, “La democracia es el poder de cualquiera”, en Diario El país, 1ro. de septiembre de 2009. citado en GALENDE, Federico El presupuesto de la igualdad en la relación arte-vida, Buenos Aires: Quadrata, 2012.
[4] GROYS, Boris, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea. Buenos Aires: Caja Negra, 2014.
[5] BOURDIEU, Pierre. PASSERON, Jean Claude: La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza. México: Fontamara, 1996.
[6] RANCIÈRE, Jacques, El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial, 2010.
[7] http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/2-399-2005-09-11.html
[9] http://www.fundacionteatroamil.cl/obras/la-cocina-publica/
[10] https://prezi.com/ldqjmbdgsynv/teatro-container-2014-puerto-valparaiso/
[11] el énfasis en bastardilla me pertenece.
[12] http://www.clarin.com/extrashow/obra-abrio-polemica_0_1007299432.html
[13] http://www.lanacion.com.ar/1627202-ostermeier-y-su-vision-social
[14] BUTLER, Judith. Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad. Buenos Aires: Amorrortu, 2005.
[15] Actor protagonista del Hamlet dirigido por Thomas Ostermeier
[16] SISCAR, Marcos (2005), “A Cisma da Poesía Brasileira” en Sibila. Revista de Poesía e Cultura, año 4, núm. 8-9.
Citado por: GARRAMUÑO, Florencia, Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad del arte. Fondo de Cultura Económica, 2015.